Tejera Gaspar, A. y Fernández Rodríguez, J. (2012). Los dioses de los tartesios. Barcelona: Bellaterra. |
Entre los arqueólogos e historiadores se encuentra abierto el debate sobre a qué se puede llamar Tarteso: si exclusivamente a la cultura que surge en el suroeste de la Península Ibérica (s. l.) como respuesta a la llegada de los fenicios unos mil años antes de Cristo, o a la cultura autóctona que se encontraba en el lugar antes de su llegada y que sufrió notables transformaciones tras el contacto con ellos. En genreal, suele admitirse que el Tarteso que conocemos gracias a las fuentes literarias grecorromanas —siempre muy tardías— y a la cultura maneterial —prácticamente toda de la época de influencia fenicia— es la primera de las dos opciones mencionadas: Tarteso sería, pues, la civilización del suroete peninsular bajo la influencia —sin duda recíproca— de los fenicios que por aquí se establecieron.
Por ahora no se han encontrado elementos arqueológicos materiales que se adscriban indiscutiblemente a dicha época remota, de modo que el estudio de la civilización previa a la llegada fenicia es realmente difícil, cuando no imposible. Y si se trata de saber algo sobre la cultura inmaterial de aquellos pueblos, el problema parece casi irresoluble.
Pues este es precisamente el terreno sobre el que trata de arrojar algo de luz el presente libro. A partir de un esquema, ya clásico, que Dumézil propuso para las religiones indoeuropeas, y a través de la comparación con otras sociedades antiguas mejor conocidas del ámbito mediterráneo y europeo, se propone una nueva lectura de los signos e imágenes que encontramos en la ya notable colección de estelas recuperadas en el área identificada como territorio de la civilización tartesia y en sus áreas periféricas: una lectura de tipo religioso y cultual, de modo que, a partir de los símbolos y las escenas que contemplamos en las estelas —normalmente datadas en el período orientalizante—, se postula cómo pudieron ser las creencias (dioses, mitos, escatología) y el culto de los pobladores de la cuenca del Guadalquivir durante el segundo milenio antes de Cristo.
Naturalmente, todas las conclusiones del libro, a pesar de contar a su favor con el sólido marco duméziliano y con las conexiones con otras religiones y mitologías mejor conocidas, no llegan a salir del campo de lo hipotético, y es muy loable la exquisita prudencia y la coherencia metodológica, verdaderamente admirables, que demuestran los autores, pues ellos mismos advierten sobre la interinidad de su propuesta hasta que los estudios avancen y aparezcan nuevos datos.
Por eso, y aunque se trata de un trabajo perfectamente técnico, no podemos dejar de recordar aquella sugerente afirmación de Aristóteles: la poesía es superior a la historia, porque la historia cuenta lo que fue, mientras que la poesía cuenta lo que podría haber sido (cf. Poética, 1541b). Pues sí: todo lo que se cuenta en este precioso y valiente libro podría haber sido.
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